El emblemático lince ibérico fue el
protagonista indiscutible del pasado fin de semana en la zona pública de la Sierra de Andújar, haciéndonos
testigos a Raimundo y a mí, aunque no en exclusividad, sino también a otras
muchas personas de diversas procedencias, probablemente demasiadas, que
desafiaron el frío y la lluvia, para presenciar dos de las facetas quizás más
apasionantes en la vida de este felino: la caza y la cópula.
Cuando llegamos el sábado a las
concurridas “curvas de La
Lancha ”, lo habían estado viendo unos 15 minutos antes,
carroñeando los restos de un cérvido, unos decían ciervo y otros gamo, y aunque
pude verlos con los prismáticos, no me paré a tratar de averiguar de que
especie eran aquellos despojos. Habían sido justo los minutos en los que yo me
había demorado en llegar al punto de encuentro con Raimundo, y estaba un poco
molesto por ello. Podíamos haber perdido la oportunidad de observar el lince
ese día.
Pero unos maullidos, posiblemente del
ejemplar que había estado comiendo carroña, se propagaron por el lugar, y nos
devolvió la confianza en que podíamos verlo. Decidimos cambiar de sitio. Nos
desplazamos andando, y llegamos a un sitio donde lo estaban viendo. Un lince
estaba a la caza de su presa por excelencia, el conejo, pero no estaba
empleando su habitual rececho para sorprender a su presa y capturarla al salto.
Estaba llevando a cabo una insólita técnica que de hecho en un principio dudé
que estuviera cazando, hasta que me despejó la incertidumbre con el conejo en
las fauces. Un animal como el lince, sin ninguna adaptación anatómica para la
excavación, se empleaba a fondo en los alrededores de una gazapera. Más que
excavar, parecía como sí solo arañase el terreno con las retráctiles uñas con
las que están dotadas las zarpas de todos los felinos del mundo.
Mientras, habíamos divisado otro lince que
bajaba por la ladera del monte, en dirección al que estaba excavando. Este por
su parte había conseguido extraer dos jóvenes conejos, uno que mal herido se
ocultó entre unos romeros cercanos. Pero seguía obstinado en su prospección,
tanto que no advirtió que un congénere se le aproximaba sigilosamente. Cuando
llegó a su altura, se asustó, dando un pequeño brinco hacia atrás, cogiendo con
diligencia el conejo muerto que yacía al lado, y desapareciendo de nuestra
vista en la espesura de la vaguada.
El lince que acababa de llegar también
estuvo merodeando y olisqueando la gran boca abierta al exterior por el lince
que se había marchado, pero no se entregó a ello tan afanosamente como el que
se había ido. Localizó al pequeño conejo que se había ocultado entre unos
romeros cercanos, donde puede que muriera, porque lo cogió sin ningún esfuerzo.
Tras haberlo comisqueado, se dirigió al agujero, y sin emplearse tan afondo en
remover tierra como el otro, consiguió extraer otro gazapo. Acto seguido, se
largó exactamente por donde se fue el primero. Se trataba de una pareja, pues
poco después, los pudimos ver juntos de nuevo sobre una gran roca de granito.
Además aquella mañana de sábado, pues nos
fuimos a medio día, antes de que empezara a llover, vimos también por allí a
los buitres leonados y una pareja de negros, más un águila imperial. Y en
general otras aves como mirlos, el petirrojo, palomas, la curruca cabecinegra, gorriones o el pito real que vimos en el camino, o que habían
estado en el punto de observación, eclipsadas por el lince para el gran
público. Porque la siguiente mañana, el domingo, estuvo lloviendo, y no fue
precisamente un día para contemplar aves, exceptuando al trepador azul que pude
oír mientras llegaba Raimundo, y un mochuelo y una abubilla que vimos por el
camino. Ciervos y gamos, también fueron mamíferos que vimos ambos días, sobre
todo por el camino. Y entre las aves que repitieron están urracas, rabilargos,
pinzones, estorninos y perdices. Los conejos parecen que vuelven a repuntar en la zona, tras haber quedado su población reducida al mínimo por la hemorrágica vírica de años atrás.
Nada más llegar el domingo a las curvas,
encontramos a la gente concentrada en una de ella en medio del camino.
Obviamente estaban viendo al lince. Tuve suerte de poder aparcar a un lado del
camino, sin estorbarle a nadie, que otros que llegaron después se vieron
obligados a dejar sus coches en mitad de la pista. El silencio unánime del
grupo nos comunicaba que el lince andaba cerca. Y no uno, sino dos, una pareja
estaba a menos de 100
metros de nosotros. Ya habían copulado, según nos
dijeron. Otra vez sentía que habíamos llegado tarde.
Tan cerca estaban, que oíamos el gruñido
casi continuo que emitía la hembra, agazapada, sin apartar la vista de su
compañero, el cual la rondaba insistentemente, bajo la constante lluvia. De vez
en cuando se movían por las inmediaciones, desapareciendo entre las jaras y los
romeros. Yo temía que en una de esas veces que se levantaba la hembra,
emprendieran una carrera y se largaran. Me resultaba increíble que estuvieran
tan entregados, el macho en intentar montar a la hembra, y esta, que parecía
poco receptiva, en intentaba evitarlo, sin importarles el gran número de gente
que allí nos reunimos.
El macho cada vez se envalentonaba más, y
la hembra ya recurrió a repelerlo en un conato de lucha a zarpazos, pero aquel
consiguió finalmente su objetivo, y yo presencié mi primera cópula de lince, a
pesar de estar tras una mata de romero. Mientras el macho montaba a la hembra,
mordiéndola por el cogote, está permanecía echada en el suelo, gruñendo sin
cesar.
Tras finalizar la cópula, seguían
permaneciendo juntos ambos consortes, allí mismo, pero el interés de la gente
por los linces empezó a decrecer. Hay que entender que la mayor parte de de
cualquier animal discurre dentro de una rutina, que en el caso del lince es
bastante tranquila. Quizás también la
lluvia, que por momentos arreciaba, también desanimara al público. Yo mismo me
fui un par de veces al coche. Y poco antes de dejar de llover, los linces se
marcharon ladera arriba. La gente, y los coches, empezaron a irse poco a poco
también. Y como testimonio de aquellas magníficas horas en las que estuvimos
contemplando las escenas de amor con las que nos deleitaron aquella pareja de
linces, algunos espectadores dejaron abandonadas las colillas de sus cigarros
sobre el camino.
Pero pese al protagonismo casi absoluto
que le damos al lince, conviene recordar que no es en si mismo un ser aislado
que vive independiente o de maneja ajena al entorno en el que se mueve. Ni
siquiera es tan simple como la estrecha relación trófica que guarda con el
conejo, animal que constituye la base en su dieta. El lince interactúa con el resto de elementos, vivos
y no vivos de su hábitat. El lince precisa de las jaras, los romeros y los
lentiscos, donde ocultarse para cazar, o descansar tranquilamente. Necesita de
las inertes rocas, entre cuyas oquedades suelen realizar sus camadas. Y así,
los conejos, las jaras y los lentiscos, y las rocas constituyen el mundo del
lince ibérico en un delicado y complejo equilibrio en la Sierra de Andújar.
(*)
Fotografías: gentileza de Raimundo Gómez.
Lista
de Especies Observadas (Orden Sistemático):
- Conejo
Europeo (Oryctolagus cuniculus
algirus)
- Lince
Ibérico (Lynx pardinus)
- Ciervo Rojo
(Cervus elaphus)
- Gamo (Dama dama)
- Buitre
Leonado (Gyps fulvus)
- Buitre Negro
(Aegypius monachus)
- Águila
Imperial Ibérica (Aquila adalberti)
- Perdiz Roja
(Alectoris rufa)
- Paloma
Torcaz (Columba palumbus)
- Mochuelo
Europeo (Athene noctua vidalii)
- Abubilla (Upupa epops)
- Pito Real (Picus sharpei)
- Petirrojo
Europeo (Erithacus rubecula)
- Mirlo Común
(Turdus merula)
- Curruca
Cabecinegra (Sylvia melanocephala)
- Trepador
Azul (Sitta europaea caesia)
- Rabilargo
Ibérico (Cyanopica cooki)
- Urraca (Pica pica melanotos)
- Estornino
Negro (Sturnus unicolor)
- Gorrión
Común (Passer domesticus)
- Pinzón
Vulgar (Fringilla coelebs coelebs)